Evelyn Lang, un whiskey y la palabra…

Evelyn Lang, un whiskey y la palabra…

Evelyn Lang

Nacida en Valparaíso, Chile, Evelyn es la mayor de seis hermanos. Sus padres, Eduardo Lang Benítez y Victoria Lang Jiménez, se separaron cuando aún ella era una niña. Fue criada por una tía, doña María Lang Benítez, quien dedicó su vida al cuidado de sus sobrinos. Evelyn fue profesora y hace ocho años, jubiló. Fue casada, el murió hace tres años y fue quien la bautizo de “rusia” por lo amarillento de su pelo. Es madre de tres hijos y abuela de cinco. Esta no es su historia, este es solo un pequeño regalo de su memoria, para que el lector deleite los sentidos con aquello que aún no se ha olvidado…

Edad: 68 años

Fecha de Nacimiento: 8 de septiembre, 1950.

Lugar de nacimiento: Valparaíso, Chile

Color favorito: azul

Cosas que la enamoran: mirar a la gente interactuar

Orgullos: haber educado (exprofesora)

Arrepentimientos: no haber aprendido a manejar

 

Hielos, Gallinas y Risas

4 de diciembre, 2018

La temperatura estaba cayendo en la ventana, el mezquino termómetro se negaba a darnos un respiro. Ella llevaba en Nueva York poco menos de tres semanas, le gustaba el frio, pero -1°C era una exageración. el Jack Daniels que habíamos comprado hace algunas noches estaba dando sus últimos suspiros, y nos disponíamos a quitarle lo que aun reposaba en sus entrañas.

-          Cuéntame algo que te traiga buenos recuerdos, lo que sea. ¿Qué tal si me hablas de la historia del “refrigerador” antiguo? – le dije.

Ella rio, se miró las manos y buscó entre los recovecos de sus memorias aquella historia que yo tantas veces la escuché contar.  

Cuando Evelyn aún era una niña no había refrigeradores, se las tenían que arreglar con métodos mas bien ingeniosos. En un cajón de madera recubierto en su interior de metal, depositaban exagerados bloques de hielo que ella y el menor de sus hermanos, Erwin, traían a cuestas, envuelto en bolsas, desde el lugar donde lo almacenaban para su venta. A estos “muebles” le llamaban hieleras y eran el único recurso que se conocía para mantener los alimentos frescos hacia el final de la década de los cincuenta. El pesado pedazo de hielo lo acarreaban los dos hermanos con gran esfuerzo por las callecitas adoquinadas de Santiago de Chile. A lo largo del trayecto, el sólido goteaba mientras era derretido por el sol, dejando una estela de agua helada que pronto se volvía aire. Cuando finalmente lograban poner el hielo en su depósito, lo dejaban a que helase lo que fuera que las empleadas de la casa disponían a preservar. Según Evelyn las cosas no duraban mucho tiempo, “¿un día seria?”, decía reía y sus ojos quedaban pequeños detrás de los pliegues de los parpados.

Sin embargo, existían otros métodos que ayudaban a conservar los alimentos sin que se descompusieran, métodos más folclóricos, claro. Una vecina le relataba el secreto que ella guardaba en sus haberes para preservar la mantequilla, por ejemplo. Había que dejarla en su envase original, el papel en que venía envuelto, depositarla en un plato hondo con agua y dejar una zanahoria flotando junto a ella. Con eso se conservaría. Magia pura que Evelyn seguía al pie de la letra. Las risas no se hicieron esperar, nos fuimos diluyendo en ellas. Tampoco los relatos de otros actos de magia con los cuales se conservaban los alimentos en aquel entonces. Mas carcajadas cayeron mientras me contaba el método en donde la gente construía pequeñas pirámides con cuatro palos y colgaban trozos de carne desde el centro de la estructura y ya. Eso era todo, la carne, según lo que se creía, se conservaba. ¡Me recuerda los mercados de Perú! ¿Los has visto? Pregunta Evelyn. Allá la cosa sigue mas o menos igual, ¿no? – termina sugiriendo. La verdad es que la mayoría de la gente de ese entonces no necesitaba refrigeradores como hoy. antiguamente los pollos, por ejemplo, no se mataban sino hasta el mismo día en que te disponías hacer una sopa. Todos teníamos gallineros.

-          ¿Gallineros? ¿En la ciudad? – pregunto sorprendido.

-          Claro – dice ella - todos tenían gallineros, era muy común.

Todos tenían gallineros, sus amigos, sus familiares, ella misma, todo el mundo. Por aquellos días de niñez entre 1955 y 1965, Evelyn vivía en la calle Esperanza, en Santiago. El patio de aquella casona abarcaba cerca de cincuenta metros de largo, un patio inmenso, decía ella. Allí, su padre cobijaba a mas de 1.500 gallinas. Una estructura muy bien lograda según Evelyn. De ahí sacaban los huevos que consumían a diario, ella y sus hermanos, aunque la mayoría se vendían. Eduardo Lang, su padre, siempre fue un gran comerciante. Elizabeth y Erwin, los hermanos menores eran los encargados de recolectar los huevos todas las mañanas. Con sendas canastas partían los dos hermanos, arrastrando los zapatos, al gallinero a hurgar las camas tibias de los animales y sacar uno por uno sus frutos. Sin embargo, eran tantos que no había canasto que diera a vasto tanto huevo. Elizabeth, una vez llena su canasta, los iba almacenando en los bolsillos de los pantalones, los cuales iban explotando sin remedio. Chorreaba la yema y su clara, estilando las piernas de la muchacha. Erwin, en cambio, al verse sin mas espacio en su canasta, iba despojándose de los huevos que no cupiesen, lanzándolos al patio del vecino. Los lanzaba con tanta proeza que lograba cruzar muchos metros con su brazo derecho a pesar de la corta edad y de su escasa musculatura.

Para matarlas, eso sí que se era interesante. Sobre todo cuando lo hacía Olga, su tía. Nunca aprendió a hacerlo bien así que se las arreglaba con un palo de escoba que usaba como palanca. Se arremangaba las mangas de la blusa, cruzaba el palo sobre el cogote del animal y estrujaba la madera contra su pecho. A duras penas dejaba al pollo sin aliento y se iba caminando con el con el pájaro a medio morir, aún aleteando.

Los relatos hacen que esta bella mujer de ojos color verde Nilo se retuerza de la risa. Que felicidad…

De lo Sencillo y la Consciencia

4 de diciembre, 2018

Eran tiempos de otro mundo. O tal vez tiempos de menos abundancia, menos abundancia material, valga la aclaración. Si bien la familia de Evelyn gozaba de un estatus económico mejor llevado que la mayoría de los chilenos, gracias al olfato negociante de su padre, ella no se liberaba de aquello que hoy entenderíamos como “escasez material”. Aunque, a decir verdad, mirando el relato de frente, podríamos intuir que la realidad de hace sesenta años contaba con bellezas que hoy se nos hacen remotas.

Había llegado su padre, como lo hacía de cuando en cuando, a Quilpué, donde ella y sus hermanos pasaron gran parte de su niñez. Llegó con un par de zapatos nuevos, zapatos de gamuza muy bien valorados por aquellos años. Demas está decir que él, como la mayoría de los padres de antaño, fue un hombre estricto e incapaz de tolerancias. Los zapatos debían ser tratados con absoluta prudencia, que no se vayan a ensuciar, le repitió antes de ponerlos en sus manos. Ella, con las restricciones comunes de los niños de esa época, no le estaba permitido visitar casas ajenas, por ningún motivo. Sin embargo, se podían perder en el bosque a jugar con ramas en el alero de los arboles o a saltar de posa en posa cuando la lluvia se acumulaba. Una de esas tardes, lluviosa como ninguna, los hermanos Lang Lang se perdieron en el tupido verdor de los bosques quilpueínos. El estero era un paisaje común para ellos, cuando estaba calmo se atrevían, incluso, a revolcarse en chapuzones dentro del el. Lo increíble de esta imagen era que tal estero era también el destino del desagüe de los alcantarillados, la contaminación era extrema, hasta animales muertos se podían divisar sobre las orillas. Aquel día de lluvia, el estero estaba muy crecido y curiosa, como lo era, Evelyn se fue acercando con sus zapatos recién inaugurados a la orilla. Fue tanto lo que le llamó la atención el barro y la extraña sensación de caminar sobre el, que, como hipnotizada, caminó un poco más, casi arrimándose a esa gran vertiente. Cuando ya estuvo lo suficientemente cerca, sus zapatos se hundieron en el fango y poco a poco el caudal los fue reclamando hasta que inevitablemente se los llevó para siempre. Río abajo nadaban los zapatos mientras ella, con el estupor calentándole la frente y la imagen de su padre enfurecido hasta la violencia, los vio navegar sin remedio. El caos fue total cuando llegó de vuelta a casa descalza. Su padre no estaba, pero ella y su tía estaban obligadas a inventar alguna artimaña que sedujera a su hostil padre y así no le diera con la correa en las piernas por haber perdido el preciado regalo.

Tal como aquellos zapatos de gamuza eran de un valor inmensurable, también lo eran otros artefactos que hoy casi parecen estar obsoletos. Sin ir más lejos, a Evelyn le llamaba mucho la atención los sacapuntas, si, esos insignificantes objetos que hoy casi no se le ve en las casas de los mortales. En sus ojos, y al parecer en los ojos de otros muchos como ella, un mero sacapuntas era razón de contienda, de competencia. Quien llevaba el mejor a la sala de clases, esa era la cuestión. Hubo uno en especial del cual Evelyn se había enamorado, el sacapuntas del padre de su mejor amiga, Gloria Bruhn. El padre de Gloria era constructor civil y como tal dedicaba gran parte de su tiempo a la confección de planos de construcción. Para ello se necesitaba lápices de carbón (grafito) de distinta envergadura. Los había de punta gruesa y otros mas delgados, con ellos el ingeniero lograba graficar los detalles de sus diseños de construcción con nitidez. Su nombre era Carlos Bruhn, un alemán que había traído dicho sacapuntas de metal macizo, de Alemania. Era tal la tecnología del artefacto, que se atornillaba a la orilla de las mesas para mayor comodidad. Cuando Evelyn pasaba por su oficina, gozaba de mirar el objeto que lucía inmaculado sobre el escritorio de don Carlos. Ahora, tal artefacto tiene apenas valor sentimental, pues todo se diagrama en computadores con un click.  

La casa de aquel alemán se transformó en su segundo hogar. Gloria, hoy fallecida, fue la mejor compañera de su vida, mientras que su hermana, Amelia, la mentora que trajera la sapiencia y la consciencia a su juventud. Fue Amelia quien le hablara de la consciencia de clases, quien la instruyó a la música “rebelde” que con los años se convertiría en verdaderos himnos de la clase trabajadora chilena. Quilapayun, Joan Báez, Violeta Parra fueron los inicios de Evelyn al despertar político. Leían capítulos de “El Capital” de Carlos Marx y con ello se extendió la invitación a responsabilizarse por lo que era menester. En 1967, un suceso que causó el estupor del entonces crecido movimiento socialista fue el suicidio de Violeta Parra. Evelyn se enteró antes que Amelia y corrió a contarle. Amelia no lo creía y a gritos le exigía que no inventase tal terror. Amelia lloró dos ríos consecutivos cuando por fin verificó el fatídico acontecimiento por las emisoras de radio. Esta metamorfosis en los anales de sus pensamientos llevó a que Evelyn chocase de frente con su padre, nunca me entendió, él fue siempre de derecha, dice mientras le da otro sorbo al vaso de whiskey remojando sus labios con el alcohol.

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