Ha llovido mucho desde entonces
Cuando Laura empezó el colegio, cuando recién llevaba siete primaveras en este mundo, ya sabía leer, sus abuelos le habían enseñado. A los once meses de vida su padre la llevó a vivir lejos de su casa materna, a casa de sus abuelos paternos, Emiliano y Laura. Las explicaciones de aquel acontecimiento siempre parecieron estar sobrando, nunca nadie se dio a la tarea de explicar a Laura las razones que llevaron a tal desenlace. Ella deduce que su madre había sido víctima de una depresión postparto y que no logró juntar la energía que demanda criar hijos. Sin embargo, nunca lo pudo corroborar.
Su abuela, también de nombre Laura, solía ser ama de cría en la familia real. En la sala, en una fotografía, posan la Reina Cristina, la Reina Victoria, el Rey Alfonso XXIII, la Infanta Maria Teresa y su abuela Laura, entre otros. Su abuela había servido como ama de cría para una hermana del Rey Alfonso XXIII, es decir, ella amamantaba a los hijos de aquella mujer. Consistía en contratar mujeres que habiendo dado a luz recientemente estuviesen dispuestas a compartir parte de su alimento materna con aquellos críos cuyas madres no podían o simplemente no querían emprendérselas en esas tareas. Su abuela, una mujer trabajadora, se transformó en un pilar en la vida de Laura. En su niñez la ausencia de su madre fue suplida con generosidad, dice Laura, con la presencia de sus abuelos. Ella se transformó en el amor de aquellos viejos bonachones que describe con ojos encendidos.
Aun siendo una cría, Laura empezó a desarrollar la manía irreparable por el dibujo y la pintura. Tanta fue su motivación y tan obvia que sus abuelos consultaron con un amigo cercano a la familia, pintor, a que viniese a casa a evaluar el talento de la niña. El hombre, un pintor lisiado de gran talento, dijo que efectivamente Laura merecía atención. Los abuelos en su afán por satisfacer las necesidades de su nieta decidieron vender la casa en donde vivían en el campo, Torrelavega, y comprar un piso más pequeño en el medio de la ciudad, cerca del estudio del pintor, con tal de que Laura pudiese asistir a clases con aquel maestro. Fui una niñez muy muy feliz, aclara.
Una noche, muchos años después, en navidades, Laura, su esposo Chichi y sus hijas menores llegaron a casa de Josefa González, madre de Laura, con la alegría que en esas fechas arrastra el aire a lo largo de España. La relación de madre e hija no había llegado nunca a consumarse en profundidad, pero ambas entendían la cercanía de la sangre y gestionaban lo que fuese necesario con tal de mantener la familia por el cauce de las buenas aguas. Cuando llegaron, Laura advirtió que Josefa aún no empezaba a preparar la cena. Le dijo a Chichi que se llevara a las niñas a pasear y que en un rato lo vería en el bar, ella misma le iría a decir cuando la cena estuviese preparada. Hallándose sola con su madre, Laura pensó que sería una buena idea limar las asperezas que había ido hilvanado el silencio de tantos años y le preguntó por que la había llevado a casa de sus abuelos siendo ella aún tan pequeña. Josefa, indignada por la pregunta que le pareció un atrevimiento, alzó la mirada de plomo sobre su hija, levantó el vozarrón con vehemencia y eludió toda respuesta. Esa noche Laura dejó la casa de su madre más temprano de lo acostumbrado. Se fue más callada que nunca y con una grieta un poco más honda en la mirada.
Una tarde mustia trajo volando noticias cargadas de dolor. Josefa moría. A los ochenta años su cuerpo ya no podía llevar la carga de seguir viviendo, su esposo había muerto hacía mucho tiempo y era hora de partir. Laura se sentó a los pies de su cama y la acompañó los últimos ocho días de su vida. Le sobó las manos y la miró profundamente, como nunca antes la había observado. Se quedó allí, todas las mañanas y todas las tardes de todos esos días por el tiempo que tardó Josefa en conciliar su ultimo sueño. Entonces, aplastada por el peso de los muchos años con que se sometió a la mudez, la hija se acercó a los oídos de su madre y con templanza le dijo lo que antes no se atrevió a relatar. Laura nunca supo si Josefa la escuchaba mientras iba cesando su hálito en aquel cuarto oscuro.