San Francisco
Era tan chica que cabía en una caja de zapatos, empieza diciendo Clara, mas conocida como “la abuela.” Nació prematura, en el hospital Salvador de Santiago, de siete meses, según asegura. Hija de don Francisco Mieres Huerta y doña Ema González López. Su abuelo, también Francisco, fue administrador de minas. Tomábamos leche en botellas de cerveza, asegura la abuela. Las lavaban bien y le ponían un chupete y de ahí tomábamos mi hermano y yo. Se las preparaba la hermana mayor, hija del primer matrimonio de su padre, al menos veinte años mayor que ella.
¿Cuáles eran las diferencias entre una infancia en la década de los años cuarenta y la infancia de los niños de hoy?, le pregunté.
Éramos más sanos, dice ella. Según Clara las cosas eran más simples, no existían la cantidad de aparatos que tienen los niños hoy, obviamente. En aquellos tiempos se dedicaban a gastar el tiempo disfrutando de la compañía, del uno y del otro. Lo más ruin que hacían era esconder los zapatos de familiares y amigos o tirar a los primos a la acequia, salían cubiertos de barro. Cada vez que venían terminaban en el mismo lugar. No entendía como es que nunca se dieron cuenta de que eventualmente ocurriría otra vez, como cada año. Nunca tomaron precauciones, siempre terminaban en el fango. La acequia servía como hogar para los patos, la madre de Clara los criaba. Los primos curiosos por ver a los animales deambular en el agua, se acercaban a la orilla y ella y su hermano, Francisco, corrían a empujarlos. Los muchachos se enojaban, mientras se limpiaban la mugre de entre las pestañas y prometían revancha. Al siguiente año ya se habían olvidado y de bruces terminaban otra vez debajo del agua. Su madre tenía patos, gallinas, conejos, cabros y hasta chanchos. Su hermano, Francisco, le enseñó al Marrano a torear. El Marrano era un chancho, al parecer el predilecto, y Francisco, que ya había entrenado a uno de los chivos, un chivo de buenos cachos, a torear, hizo lo propio el chancho Marrano. No había nada mas chistoso, cuenta Clara, que ver al Pancho (seudónimo de Francisco) corretear al chivo con un trapo. Y por si eso fuera poco, imagínate como era ver al chancho que se entusiasmaba y se iba a la siga del bendito trapo.
Cada San Francisco celebraban en grande, celebraban a Francisco Mieres, por supuesto, padre de Clara. Esas fiestas en la casona de Santiago duraban días, ella lo recuerda bien. Llegaban todo tipo de músicos, la madre de Clara, Ema, se encargaba de que todo estuviese en orden, hasta un piano traían, dice ella, entre otros instrumentos. El piano irradiaba una melodía que llenaba todo el ámbito de ilusión. Nadie estaba acostumbrado, excepto Ema, quien solía escuchar el mismo tipo de melodía a diario en su casa en su radio RCA Víctor. El mismo aparato que iniciara el comienzo de la divulgación de información masiva en el mundo. Los vecinos pensaban que era mi madre la que tocaba el piano. Si hasta cuando no había fiestas, mi madre ponía la misma música en la radio. La gente no estaba acostumbrada a escuchar ese tipo de cosas, la música no era cosa común. En el San Francisco la familia completa se reunía, tíos, primos, amigos, hermanos, los abuelos, todos llegaban a celebrar. Según Clara, la fiesta se celebraba el 24 de Julio, aunque admite no estar del todo segura. Sus ojos me miran como queriendo encontrar las respuestas en los míos, pero se da por vencida y dice, da igual. Traían pavos, carne de todo tipo, vino y mucha gente. Era entonces cuando llegaban los primos, y con ellos las mejores memorias de esta mujer, que, aunque físicamente debilitada por el andar de los años, sigue animosa y alegre como si sus primaveras aun estuviesen veraneando.
Mis primos se quedaban por semanas, sino meses en casa, que memorias más lindas, dice. La verdad es que no sé cómo lo hacían con el colegio o ¿será que mi memoria me está engañando? Continua Clara mientras saca y vuelve a guardar un pañuelo blanco con el cual limpia la nariz. El pañuelo lo lleva guardado en la manga izquierda de su jersey rojo.
Cuando Clara tenia nueve años ella y su familia partieron de Santiago rumbo a la quinta región. Vivieron en Santa Inés, en Viña del Mar. Recuerda a su abuela materna, cuando iba a su casa y la dulzura de aquella señora que la acurrucaba en sus faldas queriéndola mientras ella se dejaba querer.
De los episodios de la historia no recuerda mucho, salvo algunos detalles que se le vienen a la mente. Cuando terminó la segunda guerra mundial, por ejemplo, a Chile empezaron a llegar alemanes, los nazis que arrancaban y españoles. Asegura que ya hacía tiempo habían llegado judíos y árabes. La verdad es que de eso no se hablaba mucho, solo se rumoreaba. No se hablaba abiertamente de nada, la política no era algo muy en boca de todos por esos años. Los árabes, me cuenta, los palestinos que habían llegado traían géneros que ofrecían casa por casa. En esos años no había muchas tiendas y ellos se hicieron famosos pues abrieron un mercado que no se conocía. La gente hacia su propia ropa, en un principio cocían a mano y luego con máquinas de coser. Doña Ema, por ejemplo, almidonaba los vestidos que ella misma elaboraba con harina. La harina cocida dejaba los vestidos bien tirantes. Y si se arrugaban, usaban planchas a carbón, calentaban el carbón en una estufa y lo ponían dentro de la plancha, todo tomaba tiempo.
También habla de Francisco, su hermano fallecido hace ya más de cinco años. A Francisco todos lo pasaban a llevar, asegura Clara. Yo lo tenía que defender, siempre fui mas vivaracha. Una vez hasta a puños lo tuve que defender, siempre fue igual de leso, hasta el día que murió. Aun recordaba aquel episodio. Estaban de visita en el teatro Prat de Valparaíso, teatro que administraba el padre. Entonces, dos muchachos del colegio, compañeros de Francisco, se cruzaron en el camino. Francisco y Clara estaban solos, su padre estaba dentro del teatro. Cuando los dos muchachos vieron a Francisco, se le acercaron, le gritaron un par de insultos y hasta le llegaron a dar alguno que otro golpe a mano abierta en la nuca. Clara, menor que Francisco, ofuscada con la quietud de su hermano, se levantó de las gradas donde se hallaba sentada, se plantó en una carrera a toda marcha y se le arrimó a uno de ellos puño en alto. El muchacho, despistado, no alcanzó a reaccionar cuando sintió el golpe seco que le cruzó la cara dejándolo en un desconcierto descomunal. Entonces, ambos chicos sorprendidos como estaban salieron disparados, gritando amenazas entumidas de pavor por entre las callecitas aledañas.