Un Corazón Enamorado y una Aventura Imperecedera

Fueron años muy duros. Yo, la verdad, nunca pensé salir de Chile, Chile era mi mundo, todo lo que conocía, mi norte, pero estaba enamorada y tenía ya tres hijos, ¿Qué podía hacer? Fueron las palabras de Clara al rato de haber empezado a relatarme su vida de casada.

A Julio lo había conocido cuando ella era una quinceañera. El la halló bailando en una kermés, típica fiesta en donde se reunían fondos para apoyar la candidatura en concursos de bellezas de muchachas que competían en pueblos pequeños de Chile. Él le tomó la mano y la llevó a la pista donde ella siempre fue la reina. Ella iba como flotando, ya se había infectado de la dulzura que le contagiaba aquel hombre de baja estatura y espalda ancha. Sus rostros se rozaron, el sabía como llevar a una mujer, era generoso de caricias, sobre todo cuando el romance recién tomaba curso. Ella estaba medio hipnotizada, sudaba el terso sabor de un amor joven, un amor desesperado. Clara asegura que fue fulminante, como esas pasiones de las poesías o de las películas. Después de aquella noche se dejaron de ver, no supieron nada el uno del otro. Sin embargo, tiempo después el partió detrás de ella, le siguió la pista y la encontró. Los amores tempraneros eran cosa prohibida y peligrosa en los ojos de los más crecidos, especialmente para los padres de Clara y lo vedaron. Sin embargo, en un acto de franca desesperación, la madre de Julio partió a la casa de los Mieres González a asegurarles que su hija estaría en buenas manos, que la dejaran quedarse en su casa, les dio su palabra, ella velaría para que no hubiesen “accidentes.”  Así fue, Clara, tuvo luz verde para pasar noches en los brazos de su amante. Obviamente, los accidentes son inevitables y al poco tiempo Clara lucía una panza redonda. Su madre, Ema se percató cuando una tarde en donde la ayudaba a encajar un vestido, se dio cuenta que el vestido ya no le entraba. Ema, madre de Clara, se sulfuró e impetuosa partió a reclamarle a su consuegra explicaciones. Hubo gritos y una riña que duraría años, pero la hija que venía no se pudo detener. Cuando se casaron, en la ceremonia del registro civil, Francisco Mieres, padre de Clara, le pidió a Julio que abriese su mano. Julio, obediente, abrió su mano derecha sin protestas. Don Francisco entonces se metió la mano en el bolsillo de su chaqueta marrón y desembolsó su interior en la mano abierta de su yerno. Al abrirla, Julio vio un clavo de acero. Según Clara, el clavo la representaba a ella.

Después de la primera hija, llegaron otros dos, un muchacho y una niña más. La vida recién partía para Clara, pero ya cargaba con tres hijos a cuestas y un esposo con ganas de emigrar

Cobián era el apellido del amigo más cercano de Julio, hijo de una mujer palestina y un hombre español. La madre de Cobián tenía una tienda de géneros y ropa cerca del parque Italia, en Valparaíso, como buena árabe, dice Clara. Julio y Cobián decidieron partir a Estados Unidos. Lo tramaron por un tiempo largo y finalmente un día, a escondidas de todos, llevaron a cabo su plan maestro. Clara se quedó sola con sus hijos en casa de su suegra, donde nunca estuvo a gusto, donde tuvo que aguantar. Sin embargo, ella, una mujer resuelta, como todas las mujeres que van cambiando el ritmo del mundo con sus zancadas de ancho andar, decidió ir a la siga de ese hombre que le quitaba el sueño. Empeñó el abrigo de piel que Julio le había mandado del norte y con los fondos recaudados, empezó a gestionar el acto de fe que llegaría a cambiar para siempre el futuro de su vida y de las generaciones que estaban por venir. Sin decirle nada a nadie mas que a un amigo, quien le ayudó con los trámites del pasaje, y quien inclusive, le sirvió de aval, partió a Nueva York.

Dejé a los dos más grandes en Chile, me llevé a la más pequeña, a Verónica. Julio no se enteró de mi partida hasta que ya era demasiado tarde. Cuando llegamos a Nueva York y finalmente pude hablar con él por teléfono, después de muchos intentos en falso sin poder entender cómo funcionaban esos aparatos, Julio no podía creer que estaba en Nueva York. Me contaba después que su impresión fue tal, que, rompió la sudadera mientras la trataba encajar su cabeza en una de las mangas, no podía hallar el cuello de la impresión.

Después de un tiempo en Nueva York, Clara y Julio decidieron volver a Chile. Julio trabajaba como ayudante de mesero y Clara cocinaba y vendía meriendas y además se encargaba de arrendar dormitorios a inquilinos en el piso donde vivían. Con lo que le pagaban compraba la mercadería. Lograron ahorrar y después de unos años, emprendieron su regreso a Chile. Allá nos fue mal, Julio perdió todo lo que llevábamos y tuvo que volver a NY, comenta Clara. Julio volvió a Nueva York solo y Clara devota aun del mismo embrujo que la había enamorado aquella tarde en la kermés, sufrió su partida. Tiempo después un rumor pesadumbroso empezó a dar vueltas sobre la cabeza de Clara. Según ella, alguien le había comentado que Julio estaba en Nueva York muy bien instalado con otra mujer. La verdad es que no se si quiera si fue verdad o si me lo inventaron. Lo cierto es que me desesperé, dice Clara. Yo soy bastante atarantada, hago cosas que tal vez no debiera hacer, pero las hago sin pensar, confiesa. El caso es que por alguna razón que Clara no logra revivir en su cabeza, la embajada de Estados Unidos le negó la visa que urgía y no pudo comprar pasajes a Nueva York.  Pero ella ya estaba decidida y ante esa determinación no había tormento que pudiese con su afán. Partió, esta vez con Julie, la cuarta hija, la primera nacida en Estados Unidos durante la primera estancia en Nueva York, a Ciudad de México. Desde la capital mexicana contactó a la gente que la ayudaría a cruzar la frontera y se fue a Tijuana. Me pasó de todo en ese viaje, dice Clara. Casi me volví loca, por poco perdí a mi hija. Fueron los tiempos mas duros que llevo en la memoria. Todo por él, por despecho, por celos, y por mis jodidos impulsos.

Hoy, la mitad de la familia Aguilar vive en Nueva York. Cada uno de estos descendientes, entre los cuales indirectamente también se incluye quien escribe estas letras, debe su destino a esta mujer que a fuerza de puro corazón partió en camino incierto en busca de lo que ella decidió prudente. Clara no tenía educación segundaria ni universidad, sus herramientas fueron siempre muy limitadas. Hasta el día de hoy, más de cincuenta años después, aun no domina el idioma completamente, pero logró poner una carretera en la vida de su familia. Su esposo no la ayudó, mas bien se transformó en una carga, económica y espiritual, con la cual tuvo que lidiar por el resto de sus días.