Gallinas, Hielos y Risas
La temperatura estaba cayendo en la ventana, el mezquino termómetro se negaba a darnos un respiro. Ella llevaba en Nueva York poco menos de tres semanas, le gustaba el frio, pero -1°C era una exageración. el Jack Daniels que habíamos comprado hace algunas noches estaba dando sus últimos suspiros, y nos disponíamos a quitarle lo que aun reposaba en sus entrañas.
- Cuéntame algo que te traiga buenos recuerdos, lo que sea. ¿Qué tal si me hablas de la historia del “refrigerador” antiguo? – le dije.
Ella rio, se miró las manos y buscó entre los recovecos de sus memorias aquella historia que yo tantas veces la escuché contar.
Cuando Evelyn aún era una niña no había refrigeradores, se las tenían que arreglar con métodos ingeniosos. En un cajón de madera recubierto en su interior de metal, depositaban exagerados bloques de hielo que ella y el menor de sus hermanos, Erwin, traían a cuestas, envuelto en bolsas, desde el lugar donde lo almacenaban para su venta. A estos “muebles” le llamaban hieleras y eran el único recurso que se conocía para mantener los alimentos frescos hacia el final de la década de los cincuenta. El pesado pedazo de hielo lo acarreaban los dos hermanos con gran esfuerzo por las callecitas adoquinadas de Santiago de Chile. A lo largo del trayecto, el sólido goteaba mientras era derretido por el sol, dejando una estela de agua helada que pronto se volvía aire. Cuando finalmente lograban poner el hielo en su depósito, lo dejaban a que helase lo que fuera que disponían a preservar. Según Evelyn las cosas no duraban mucho tiempo, “¿un día seria?”, decía mientras se reía y sus ojos quedaban pequeños detrás de los pliegues de los parpados.
Sin embargo, existían otros métodos que ayudaban a conservar los alimentos sin que se descompusieran, métodos más folclóricos, claro. Una vecina le relataba el secreto que ella guardaba en sus haberes para preservar la mantequilla, por ejemplo. Había que dejarla en su envase original, el papel en que venía envuelto, depositarla en un plato hondo con agua y dejar una zanahoria flotando junto a ella. Con eso se conservaría. Magia pura que Evelyn seguía al pie de la letra. Las risas no se hicieron esperar, nos fuimos diluyendo en ellas. Tampoco los relatos de otros actos de magia con los cuales se conservaban los alimentos en aquel entonces. Mas carcajadas cayeron mientras me contaba el método en donde la gente construía pequeñas pirámides con cuatro palos y colgaban trozos de carne desde el centro de la estructura y ya. Eso era todo, la carne, según lo que se creía, se conservaba. ¡Me recuerda los mercados de Perú! ¿Los has visto? Pregunta Evelyn. Allá la cosa sigue más o menos igual, ¿no? – termina sugiriendo. La verdad es que la mayoría de la gente de ese entonces no necesitaba refrigeradores como hoy. antiguamente los pollos, por ejemplo, no se mataban sino hasta el mismo día en que te disponías hacer una sopa. Todos teníamos gallineros.
- ¿Gallineros? ¿En la ciudad? – pregunto sorprendido.
- Claro – dice ella - todos tenían gallineros, era muy común.
Todos tenían gallineros, sus amigos, sus familiares, ella misma, todo el mundo. Por aquellos días de niñez entre 1955 y 1965, Evelyn vivía en la calle Esperanza, en Santiago. El patio de aquella casona abarcaba cerca de cincuenta metros de largo, un patio inmenso, decía ella. Allí, su padre cobijaba a 1.500 gallinas. Una estructura muy bien lograda según Evelyn. De ahí sacaban los huevos que consumían a diario, ella y sus hermanos, aunque la mayoría se vendían. Eduardo Lang, su padre, siempre fue un gran comerciante. Elizabeth y Erwin, los hermanos menores eran los encargados de recolectar los huevos todas las mañanas. Con sendas canastas partían los dos hermanos, arrastrando los zapatos, al gallinero a hurgar las camas tibias de los animales y sacar uno por uno sus frutos. Sin embargo, eran tantos que no había canasto que diera a vasto tanto huevo. Elizabeth, una vez llena su canasta, los iba almacenando en los bolsillos de los pantalones, los cuales iban explotando sin remedio. Chorreaba la yema y su clara, estilando las piernas de la muchacha. Erwin, en cambio, al verse sin más espacio en su canasta, iba despojándose de los huevos que no cupiesen, lanzándolos al patio del vecino. Los lanzaba con tanta proeza que lograba cruzar muchos metros con su brazo derecho a pesar de la corta edad y de su escasa musculatura.
Para matarlas, eso sí que se era interesante. Sobre todo cuando lo hacía Olga, su tía. Nunca aprendió a hacerlo bien así que se las arreglaba con un palo de escoba que usaba como palanca. Se arremangaba las mangas de la blusa, cruzaba el palo sobre el cogote del animal y estrujaba la madera contra su pecho. A duras penas dejaba al pollo sin aliento y se iba caminando con el pájaro a medio morir, aún aleteando.
Los relatos hacen que esta bella mujer de ojos color verde Nilo se retuerza de la risa. Que felicidad…