De lo Sencillo y la Consciencia

Eran tiempos de otro mundo. O tal vez tiempos de menos abundancia, menos abundancia material, valga la aclaración. Si bien la familia de Evelyn gozaba de un estatus económico mejor llevado que la mayoría de los chilenos, gracias al olfato negociante de su padre, ella no se liberaba de aquello que hoy entenderíamos como “escasez material”. Aunque, a decir verdad, mirando el relato de frente, podríamos intuir que la realidad de hace sesenta años contaba con bellezas que hoy se nos hacen remotas.

Había llegado su padre, como lo hacía de cuando en cuando, a Quilpué, donde ella y sus hermanos pasaron gran parte de su niñez. Llegó con un par de zapatos nuevos, zapatos de gamuza muy bien valorados por aquellos años. Demas está decir que él, como la mayoría de los padres de antaño, fue un hombre estricto e incapaz de tolerancias. Los zapatos debían ser tratados con absoluta prudencia, que no se vayan a ensuciar, le repitió antes de ponerlos en sus manos. Ella, con las restricciones comunes de los niños de esa época, no le estaba permitido visitar casas ajenas. Sin embargo, se podían perder en el bosque a jugar con ramas bajo el alero de los árboles o a saltar de posa en posa cuando la lluvia se acumulaba. Una de esas tardes, lluviosa como ninguna, los hermanos Lang se perdieron en el tupido verdor de los bosques quilpueínos. El estero era un paisaje común para ellos, cuando estaba calmo se atrevían, incluso, a revolcarse en chapuzones. Lo increíble de esta imagen era que tal estero era también el destino del desagüe de los alcantarillados, hasta animales muertos se podían divisar sobre las orillas, comenta Evelyn. Aquel día de lluvia, el estero estaba muy crecido y curiosa, como lo era, Evelyn se fue acercando con sus zapatos recién inaugurados a la orilla. Fue tanto lo que le llamó la atención el barro y la exquisita sensación de caminar sobre el, que, de pronto, sin notarlo, de tanto acercarse a la orilla del río, sus zapatos se hundieron en el fango y poco a poco el caudal los fue reclamando hasta que inevitablemente se los llevó para siempre. Río abajo nadaban los zapatos, mientras ella, sin poder quitarse de la cabeza la imagen de su padre, enfurecido hasta la violencia, los vio navegar sin remedio. El caos fue total cuando llegó de vuelta a casa mojada, sucia y ¡descalza! Su padre no estaba, pero ella y su tía estaban obligadas a inventar alguna artimaña y así no le diera con la correa en las piernas por haber perdido el preciado regalo.

Tal como aquellos zapatos de gamuza eran de gran valor por aquellos tiempos, también lo eran otros artefactos que hoy parecen estar obsoletos. Sin ir más lejos, a Evelyn le llamaba mucho la atención los sacapuntas, si, esos cotidianos objetos que hoy casi no se utilizan. En sus ojos, y al parecer en los ojos de otros muchos como ella, un mero sacapuntas era razón de contienda, de competencia. Quien llevaba el mejor a la sala de clases, esa era la cuestión. Hubo uno en especial del cual Evelyn se había enamorado, el sacapuntas del padre de su mejor amiga, Gloria Bruhn. El padre de Gloria era constructor civil y como tal dedicaba gran parte de su tiempo a la confección de planos de construcción. Para ello se necesitaba lápices de carbón (grafito) de distinta envergadura. Los había de punta gruesa y otros más delgados, con ellos el ingeniero lograba graficar los detalles de sus diseños de construcción con nitidez. Su nombre era Carlos Bruhn, un alemán que había traído el sacapuntas de metal macizo, de Alemania. Era tal la tecnología del artefacto, que se atornillaba a la orilla de las mesas para mayor comodidad. Cuando Evelyn pasaba por su oficina, gozaba de mirar el objeto que lucía inmaculado sobre el escritorio de don Carlos.

La casa de aquel alemán se transformó en su segundo hogar. Gloria, hoy fallecida, fue la mejor compañera de su vida, mientras que su hermana, Amelia, la mentora que trajera la sapiencia y la consciencia a su juventud. Fue Amelia quien le hablara de la consciencia de clases, quien la instruyó a la música “rebelde” que con los años se convertiría en verdaderos himnos de la clase trabajadora chilena. Quilapayun, Joan Báez, Violeta Parra fueron los inicios de Evelyn al despertar político. Leían capítulos de “El Capital” de Carlos Marx y con ello se extendió la invitación a responsabilizarse por lo que era menester. En 1967, un suceso que causó el estupor del entonces crecido movimiento socialista fue el suicidio de Violeta Parra. Evelyn se enteró antes que Amelia y corrió a contarle. Amelia no lo creía y a gritos le exigía que no inventase tal terror. Amelia lloró dos ríos consecutivos cuando por fin verificó el fatídico acontecimiento por las emisoras de radio. Esta metamorfosis en los anales de sus pensamientos llevó a que Evelyn chocase de frente con su padre, nunca me entendió, él fue siempre de derecha, dice mientras le da otro sorbo al vaso de whiskey remojando sus labios con el alcohol.