Con la Fuerza en las Entrañas
Remigia trabajó 19 años como chofer para el gobierno. Llevando oficiales del estado de un lugar a otro, incluso a regiones de oriente, lejos de La Habana. Cuenta que después de esos 19 años, tuvo que jubilarse, su columna le impidió seguir con el ajetreo diario detrás del volante.
Gracias a esta revolución yo pude estudiar y darles carrera a mis nietos. Trabajé para el estado, manejé. Me dieron mi chequera. Ahora mismo me subieron el sueldo. Alcanzo a pagar todo, la luz, el agua, la leche para el nieto y hasta me queda para guardar. Cuando llegó la revolución la gente tiraba todo el mundo pa’ la calle. Eso fue grandioso. Fue cuando yo empecé a trabajar y a estudiar. Yo solo tenía segundo grado, pero entonces empecé a estudiar. Yo fui millonaria, tenía una casa mas grande que está en Playa y hasta un carro. Tuve una criada y todo en mi casa.
Estudió ruso, pues hacía falta que se hablase ese idioma para ejercer en su puesto. Hizo un curso para aprender a manejar y con ello se defendió el resto de sus días. Manejó a mucha gente conocida, según relata. Decía tener un amigo, a quien también tenía que llevar a distintos lugares por su trabajo. Me cuenta que ese hombre siempre necesitaba que lo llevasen rápido y le pedía a Remigia que aligerara la marcha lo que más pudiese. Recuerda que generalmente lo llevaba a la iglesia de San Lázaro, que es el centro de peregrinación religiosa de los cubanos. La iglesia es un espacio sacro para los creyentes católicos. El pueblo acude en peregrinación de distintos puntos del país y se encomiendan a los santos para que curen enfermedades o les ayuden con problemas personales de toda índole. La iglesia se encuentra en el límite sureste de La Habana. Remigia, obediente, hacía caso, aceleraba cuanto podía y como premio, aquel hombre le regalaba dinero y un par de cervezas. Ella, con el hálito contaminado por el alcohol, tenia que mascar chicles para que se fuera el mal olor. Yo era una cabrona, dice riendo.
A pesar de todo los buenos recuerdos de gran parte de su juventud, sobre todo después de empezar a estudiar y ejercer como chofer, hoy, a ratos cae en periodos depresivos meditando de como el transcurso de su vida se fue desarrollando y ahora casi no se puede mover, encerrada en un pequeño departamento.
A las siete y treinta de la mañana escucha boleros en una radio vieja que se esta llenando de polvo en una esquina de su departamento. Dice que su vecina se pone brava, pero ella lo hace de todos modos. A veces, el esposo de la mujer que tanto le molesta la música sube y con él canta a coro para recordar los buenos tiempos. Componen la garganta con un poco de ron cubano y siguen las armonías en la radio. El le dice “vamos mujer, bailemos” pero ella responde que no puede. El insiste, que se agarre firme de su andador de aluminio y que se anime a una pieza y ambos se hunden en risotadas. Le pregunté si se acordaba de algo que pudiera cantar, ella titubeó por un instante hasta que de pronto entonó la voz y cantó así:
Yo ya me voy
Al puerto donde se halla
La barca de oro
Que debe conducirme
Yo ya me voy
Solo vengo a despedirme
Adiós mi amor,
Adiós, para siempre
Adiós
La Barca de Oro, interpretada por Pedro Infante.
Su último deseo es que la quemen cuando muera. Dice que con 400 pesos cubanos se cubren los gastos de la cremación y quiere que después, sus cenizas, sean arrojadas al malecón.