La Carencia
Remigia Fernández Diaz. Nacida el 4 de febrero de 1931, en La Habana, Cuba. Me recibió en su hogar con gran sonrisa, era un piso pequeño en el tercer nivel de un edificio de cinco niveles. Allí vivía con su nieta de 17 años y su bisnieto de 1 año. Tenía la piel bronceada propia de una mestiza, el pelo rizado y marcado por el tizne pálido con que pinta el tiempo los cabellos viejos. Sus manos estaban compungidas, había perdido agilidad en sus huesos y mas de alguna llaga le había quedado como producto de fallidos intentos por prender la cocina con fósforos. Tampoco podía hacer presión con sus manos y las tareas más cotidianas le resultaban toda una odisea. Su columna estaba torcida, lo que la mantenía sometida al encierro en su departamento pues no podía bajar las escaleras por si sola. Me aseguró que estaba vendiendo el piso, que se mudaría y que lo que quedase de aquella transacción se lo heredaría a su bisnieto, para que no le faltase nunca.
De niña fue muy pobre, dormían ella y sus quince hermanos, además de sus padres, en un cuarto pequeño, en el suelo y sin luz. Por las noches se tapaban con papel de periódico y lo que comían eran bocados que recibían de la misericordia de la gente. No logró hilar pensamientos alegres que retratasen historias de cuando niña. Yo no recuerdo nunca haber tenido un juguete. El 6 de enero no teníamos reyes. Mi madre nos preparaba una vasija con un puñado de cenizas. Me decía mi madre que eso era lo que habían dejado los reyes. No dormíamos en la calle, pero no teníamos nada. A mi padre me lo mataron, la gente del otro gobierno, de Batista, lo asesinaron.
A Remigia le gustaba bailar y cantar. Su padre, sin embargo, de pequeña le prohibió que cantara, decía que eso no se veía bien. Después que el muriera, cuando Remigia tuvo la mayoría de edad iba al famoso club Tropicana, en La Habana, a bailar por supuesto.
Cuando Remigia tenía catorce años, su padre trabajaba en una casa casino donde se hacían apuestas de mucho dinero. Su padre, Jesús Fernández, un español, estaba encargado de uno de esos juegos. Los casinos eran prohibidos, pero de todos modos existían, sobre todo para los más acomodados, aliados de Fulgencio Batista, dictador de la época. Uno de aquellos hombres había perdido mucho dinero durante una de las partidas y le exigió a Jesús que se lo devolviera. Sin embargo, las reglas del casino eran inalterables y Jesús estaba obligado a seguirlas. Según Remigia, aquel hombre era amigo del régimen imperante. Jesús le ofreció que jugara otra vez y tratase de recuperar lo que había perdido. Así lo hicieron, pero volvió a perder, quedando así en un hoyo incluso peor del que estaba. Volvió el hombre a exigir que le diera su dinero de vuelta, pero el español se volvió a negar. Entonces, el despechado, acusó al padre de Remigia a las autoridades locales por haberle quitado su dinero. El policía que oyó la protesta fue, acompañado del apostador, a enfrentar a Jesús en la casa casino. “Este es el tipo” dijo el hombre al policía. El policía, con apuro, puso su mano en su cintura y del cinto sacó un revolver. Lo puso en la cabeza del padre de Remigia, apretó el gatillo y dejó que la bala perforara el cráneo de aquel malaventurado europeo de 45 años.
Su madre, María Luisa Diaz Olvera, mexicana, ante tan inesperada soledad, tuvo que emprender vuelo con sus hijos a cuestas como pudo. Lavando ropa ajena, sin lavadora, naturalmente, en aquel tiempo no había tal lujo. Limpiaba casas y se esmeraba en lo que pudiese, pero las posibilidades eran escazas. A los 45 años María Luisa sufrió un infarto y dejó a sus hijos a su suerte. Remigia de niña tuvo que trabajar, limpiando casas y moviéndose como podía.
De los quince hermanos, el mayor murió como su madre, de un infarto. Otros nueve murieron jóvenes, de cáncer. Los cinco que quedaron también trabajaron para sustentar lo que quedaba de su hogar.